NO ME QUITES EL CUERPO, QUE ME MATAS EL ALMA. No me dejes en el olvido más insidioso de las redes, en las inhóspitas regiones del espacio etéreo. Solamente las insulsas bagatelas intrascendentes vagan en ese espectro sin rumbo, perdidas por el universo anodino para que las recoja alguien en su sinrazón; simplemente en la confluencia esporádica, inesperada, perversa y casual de un encuentro inhóspito. Esas regiones pantanosas me dejáis, al albur del tiempo y del espacio infinito; a la casualidad de un desencuentro triste y escabroso. No nací para esto. No. No voy a negar que los tiempos corren por sus fueros; por la senda inabarcable de las redes y las ondas, en los escarpados valles de la comunicación internaútica, plagada de llenos y vacíos que confunden; con los vértigos del tiempo, sembrada la insulsez e estulticia las más de las veces. Llámame romántica y trasnochada. Llámame cateta y anticuada; llámame como quieras, pero deja que te explique la razón de mi existencia. Bien sabes que todos los libros, en esencia, fueron durante siglos pura materialidad por mil razones: desde los juncos y pergaminos de las viejas civilizaciones (Egipto, Grecia…) al refulgente papel impreso de Gutenberg en el Cuatrocientos; bien es cierto que siempre fueron fruto de su técnica y tecnología, y dejaron el marchamo de su impronta material como seña indeleble de su existencia. Hoy día los libros siguen la estela tecnológica de nuestro tiempo (ebook, on-line…), cierto es, pero para los más señeros y perdurables la tradición manda y rige los destinos del papel impreso. No aspiro a tales pruritos de eternidad desde la endeble naturaleza de una pequeña revista de un centro de enseñanza, pero sí quiero mantener la esencia de lo viejo y firme de la Historia. Un viejo librero de buen renombre me dijo un día, con bisbiseo insinuante de un secreto, que a los libros hay que acariciarlos con las manos, sentirlos desde la portada y apreciar su tacto desde afuera. Antes de leerlos nos tienen que gustar por su presencia. No es cosa banal, me dijo, con el cariño noble de un sabio que siente lo que dice. Tal vez sean insignificancias de un loco-cuerdo quijotesco que vive en otro mundo, pero siempre hay que escuchar a quienes nos susurran con el aliento del conocimiento, la pasión por la lectura y el amor a la cultura de los libros. Una frágil revista como yo, de cortas miras y poca inteligencia, tal vez no entienda los reveses de los tiempos (trabajo, inmediatez y dinero…), pero sí que alcanza a comprender la naturaleza misma de su ser. Que no es poca cosa. Una revista educativa tiene un objetivo bien definido, si cabe, más que un libro, otras revistas u otros géneros al uso. Mis principales avales no son otros que fomentar la escritura y la lectura en los más jóvenes, que precisan más que nunca en estos tiempos de motivos y razones suficientes de solidez y materialidad. El mundo en que vivimos se sustenta en redes y pantallas tecnológicas, que a diario ejercen dictaduras sin piedad, pero mueren al instante. No es ahí precisamente donde más se leen –cree una ingenua– los sedimentos del amor a la Cultura…; ni donde se fraguan escritores de carácter; ni pensadores ni filósofos; ni artistas; ni siquiera donde se amasan los sentimientos más profundos de nuestras vidas (aunque lo parezca). Ni tampoco creo que tengan (las redes ni internet) el fundamento necesario para los estudiantes en ciernes o pequeños escritores en lontananza. El papel sigue siendo –creo– un soporte indiscutible del espíritu creativo. No el único, ni el mejor. No estoy en contra de las teclas ni las nubes, ¡Dios me libre!, pero quiero que perdure mi espíritu prístino en las aulas. Una revista modesta como yo ha nacido para potenciar el espíritu creativo ceñido a la materialidad, que requiere más que nunca que los alumnos encuentren su obra en el papel: que sientan lo que escriben entre sus manos; que encuentren lo que dicen entre los suyos; que se reconozcan de facto en la proximidad de un soporte añejo que contenga sus palabras. Las esferas etéreas de la pantalla y de las nubes nunca nos dan el sentido cierto de una obra, al menos en edades de aprender. Tal vez puedan discurrir más raudas por el espacio, pero en idéntica proporción se pierden en el infinito sin horizonte cierto. Nuestras experiencias anuales –que escribimos y sentimos con pasión– requieren la proximidad y el tacto material para que disfrutemos con ellas de más tiempo; que las leamos y miremos con despacio…; que reflexionemos en lo que hacen nuestros compañeros; que nos regale el centro con primor, al menos una vez año, el ejercicio de su ministerio. Casi todo lo pueden hacer las ondas y las pantallas, y más rápido, pero la creación personal que más nos gusta se guarda en el armario de nuestras casas. Los pensamientos y primeros escritos de tu vida, esos, no los dejes perder en la inmensa penuria del espacio. No los recuperarás en cien años que vivas. Llámame romántica, si quieres, pero me gusta que me leas siempre entre tus manos; que sientas lo que escribes y realizas; que compartas con tus padres y colegas tus quehaceres, para que vean en la materia del papel del siempre la vida misma de sus hijos. Para que la imprenta siga viva y nos recuerde aquel invento, que desde antaño mejoró el junco de la historia, el pergamino de los clásicos maestros…, que recogieron el alma de nuestros padres de la Historia. No me quites el cuerpo, que me matas el alma.
Autor: Juan Andrés Molinero Merchán